Acabo de ver La última tentación de Cristo. La película es una adaptación de una novela de los años cincuenta, que reflexiona sobre la vida de Jesús y en el proceso se toma ciertas licencias. Yo esperaba una película atrevida, que no irreverente, lo bastante libre como para proponer un Jesús distinto. Yo quería una película que se decidiera a discutir la tradición, a revelar que los Evangelios no cuentan la misma historia, que a veces se contradicen. Yo quería ver algo de ese Jesús oculto bajo los Evangelios, el de los textos originales, previo a las elaboraciones de los evangelistas. Y al principio pensé que esa sería su dirección, al ver a Jesús como a un hombre preocupado, dudoso, sin plena conciencia del sentido de su misión. Y la cosa iba bien, porque la forma de enseñar de Jesús al empezar su tarea, en las secuencias de la lapidación y del sermón de la montaña, era de un realismo pasmoso. Pero todas estas buenas sensaciones terminaron cuando la historia se centró en los milagros. La película empezó a ser poética, de la misma manera en que los Evangelios son poéticos, cuando hablan del poder sobrenatural de Jesús. El mensaje de Jesús dejó de parecerme cercano, práctico, veraz, porque la realidad había quedado en suspenso. Sí, entiendo el problema de hacer una película de Jesús sin los milagros, pero ahí estaba el reto: lo importante no es que Jesús haga o no milagros, sino su mensaje. La película, al basar la autoridad de Jesús en ellos, y no en el sentido de sus palabras, contaba la historia que todos conocemos. La conclusión de la cinta, que me recuerda al cuento de Borges El milagro secreto, me pareció irritante, por enmarañar el sentido de la muerte de Jesús. A pesar de todo, es una película que recomiendo.
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